Más de doscientos días y seis mil horas a su lado. Las paredes que nos "separaban" hicieron que acostumbrarme a su presencia fuese tan fácil como obligatorio. No hacía falta poner ningún despertador, el pitido de la cafetera siempre sonaba a la misma hora, y era el tiempo justo para ducharme y desayunar antes de ir a trabajar. Tampoco hacía falta comprar pan, papel higiénico o bombillas. Nunca se fundían las bombillas y tampoco recuerdo haberme quedado sin papel. ¿Extraño no? Llegó el invierno y con ello la manta que nos regaló su abuela: gordita, suave pero fea. Muy fea. Me horrorizaba tener que ocultar mis preciosas sábanas rosa palo o verde esmeralda (cada sábado las cambiaba) por aquel cobertor antiestético. "Solo son unos meses" pensaba para mis adentros. Y por suerte, la primavera llegó antes de lo que esperábamos ya que en enero no tuvimos que discutir por los grados de la calefacción porque no hacía frío. Así, un sábado mientras cambiamos las sábanas rosas por las verdes, me llevé la manta al sótano. En febrero nuestra casita parecía un pañuelo de papel gigante, habría entre diez y veinte pañuelos por metro cuadrado. Vale estoy exagerando, pero aunque nunca vi la basura llena de pañuelos, sé que la sacaba diariamente, antes de que la cafetera me despertase. Contado así, nuestra vida de recién casados no parece muy apasionante, pero para nosotros lo era. Todos los días me acostaba a su lado, y mientras quisiese seguir haciendo lo mismo noche tras noche, significaba que nos amábamos.
No le gustaba salirse de la rutina, y a mí en cambio, me encantaba ver su cara descompuesta cuando compraba para cenar pasta en vez de pescado (todas las noches tocaba salmón, chicharro, sardinas o panga). Era tan gracioso...Nunca he conocido a una persona tan controladora, y menos mal. Lo que al principio me gustaba, acabó por cansarme. No soportaba que se fuera a la cama odiándome porque prefería terminar de ver la película que habíamos empezado. "Son casi las dos de la mañana y tienes que levantarte dentro de seis horas" me decía. Tampoco aguantaba que sus broncas por no guardar mis zapatos en el cajón izquierdo, y haberlo hecho en el derecho. En vez de una casa de un feliz (y joven) matrimonio, parecía un puto internado y me estaba acojonado.
¿Realmente es esto la convivencia? ¿El matrimonio? ¿Dónde están las sonrisas en medio de los besos? ¿Dónde están las ganas de hacer el amor? Alguien se lo ha llevado todo, y ya no queda nada en esta casa. Dos personas mirándose fijamente. Armarios llenos de ropa ordenados por tejidos y colores. Sartenes en el cajón superior y cazuelas en el de abajo. La obligación de cenar pescado todas las dichosas noches. La más que planeada "escapada" al monte los domingos impares.
A finales de junio pude ver que llegó el momento. Se fue y no supe qué decir. El silencio nunca había sido tan silencioso en los segundos que tardó en abrir la puerta, salir y cerrarla. Respiré por fin, mi cuerpo lo necesitaba. El amor acostumbrado no basta.
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