lunes, 30 de enero de 2017

Me estoy replanteando esto:

¿Soy la misma que antes?
Sí.
No.
En realidad sí pero no, vaya lío.

Hace meses que me atormenta esa dichosa preguntita y no soy capaz de encontrar una respuesta mínimamente convincente. Esto me pone algo nerviosa, debo admitirlo.

Como los armarios sin cerrar.
Como las camas frente a la puerta.
Como el repiqueteo de las llaves.

Hecho la vista atrás y me veo cambiada aunque con el mismo pelo, eso sí. Noto que hablo diferente, que me expreso de distinta manera, que me relaciono con personas totalmente opuestas a lo que soy o a lo que era. Ya no lo sé.

Pero esto me gusta. Significa que he avanzado, ¿no? Después habrá que ver si para bien o para mal pero de momento a lo que me refiero es que no me he quedado anclada en mi adolescencia y he tirado hacia adelante lo mejor que he sabido.

La verdad es que hoy os vengo a contar algo que la mayoría hemos hecho (o haréis) algun día: salir del nido. Esto puede ser salir del hogar familiar, cambiar de amistades, mudarte a otra ciudad, dejar el trabajo o cualquier otra cosa que se nos venga a la mente.

Dejar el pueblo, la casa y las amistades con las que has crecido y por lo tanto, te has formado como individuo, parece algo fácil pero es una de las primeras grandes apuestas de la vida de una persona. Al menos de la mía lo ha sido, sin duda alguna. Esto no quiere decir, sin embargo, que tenga que ser un viaje sin billete de vuelta.

En realidad no tiene nada que ver con esto.
Me refiero a que al salir de nuestra zona de confort y exponernos solas ante cualquier situación crea que saquemos a nuestro verdadero yo, ese que durante muchos años ha estado oculto bajo los valores y principios de la educación que hemos obtenido o las normas no escritas de un contrato sin firmar del círculo de amistades.

Ese verdadero yo es virgen.
Nadie le ha tocado.
Está a la espera de poder salir y respirar, por fin.
Algunas lo tienen más impolutas que otras. Mi verdadero yo, por ejemplo, tenía miedo de asomarse al otro lado.

Miedo a hacer ruido.
Miedo a molestar.
Miedo a sentirse sola.
Miedo, en definitiva.

Recuerdo mi primer día de universidad como si fuese la protagonista de cualquier comedia americana en la que hay una chica nueva en la clase.

Esa era yo.
Y la chica que se sentó a mi lado también. Ah y la de la primera fila.
Bueno y la de atrás.
Y el chico que llegó tarde.
Y el respondón.
Y el que olía a tabaco.

Joder, todas nos sentiamos nuevas y solas. En mis primeros días incluso llegué a pensar que jamás conocería a alguien igual que yo, que le gustaran las mismas películas, que le apasionara discutir sobre cualquier tema, que prefiriera tomar café a tomar cerveza...Y acerté. Todavía no he encontrado, cuatro años después, a nadie que sea igual que yo.

Es ahí donde reside la magia.
Eso es lo que tenía que pasar para abandonar el nido, para que salga mi verdadero yo.
Y no ha podido ser más genial porque en la universidad además de aprobar y suspender exámenes he aprendido a encontrarme a mí misma.

Estoy segura de que en mi caso ha sido Bilbao en general y la universidad en particular pero eso no quiere decir que tu escapada del nido también tenga relación con los estudios ni con una mini mudanza.

Si has llegado hasta aquí sin aburrite, me alegro.
Si has llegado hasta aquí sin aburrirte y además te han venido momentos, personas, lugares, llaves, exámenes, amistades, parejas o pizza a la mente, me alegraré más.
Y si cumples lo anterior y además vas a replantearte ¿soy la misma que antes? y respondes no, me alegraré por ti.

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