El año 1789 es una de
las primeras fechas que gravé en mi memoria junto con el día, mes y
año del nacimiento del chico que me gustaba en la ikastola. Fue
allí donde nos explicaron que aquel año, en Francia, hubo una
revolución. Al leer lo que la profesora escribió en la pizarra me
di cuenta de que no era cualquier revolución, era la REVOLUCIÓN
FRANCESA, en mayúsculas. Y acto seguido nos repartió unas hojas en
las que se desarrollaba la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, que consta de diecisiete artículos escritos por
representantes franceses.
“No me interesa” le
susurré a la compañera que tenía sentada a mi izquierda. “¿Por
qué?” me preguntó. “No va dirigido a nosotras” le advertí.
“Somos vascas pero también tenemos que estudiar cosas importantes
de otros países”, me contestó. Todavía me río al recordar aquella
conversación tan ridícula. ¿Por qué me van a interesar los
derechos de hombres y ciudadanos si yo no entro en ninguno de esos
dos grupos? Quizá si los responsables de ese texto se hubieran
percatado de que la ciudadanía se compone tanto de hombres como de mujeres, hubiera demostrado interés. Hoy, ya en la Universidad, me
encuentro con lo mismo: un texto hecho por hombres y para los hombres.
¿Dónde queda la mujer en todo esto?
Hasta el año 1791,
ocultas. Las mujeres intentaron formar parte de los derechos humanos
cuando Olympe de Gouges publicó la Declaración de los Derechos
de la mujer y la ciudadana, adaptación
de la Declaración del hombre y
el ciudadano, cambiando la palabra hombre por mujer en cada uno de
los artículos. A pesar de su validez y coherencia, nunca se hizo
oficial.
“La
finalidad de toda asociación política es la conversación de los
derechos naturales e imprescriptibles del hombre” frente a “el
objetivo de toda asociación política es la conversación de los
derechos naturales e imprescriptibles de la mujer y del hombre” que
escribió Olympe de Gouges, es uno de los ejemplos. Sus ideas eran
novedosas e impropias del contexto que envolvía Francia, ya que
defendía la igualdad entre géneros en cualquier aspecto de la vida,
tanto pública como privada: “El principio de toda soberanía
reside esencialmente en la Nación que no es más que la reunión de
la mujer y el hombre; ningún cuerpo, ningún individuo puede ejercer
autoridad que no emane de ellos”. Quizá respiraba utopías.
“(...)Todas las ciudadanas y ciudadanos deben participar en su
formación personalmente o por medio de sus representantes. Debe ser
la misma para todos; todas las ciudadanas y todos los ciudadanos, por
ser iguales a sus ojos, deben ser igualmente admisibles a todas las
dignidades, puestos y empleos públicos, según sus capacidades y sin
más distinción que la de sus virtudes y sus talentos”. Sí,
definitivamente Olympe de Gouges no solo respiraba utopías, sino que
también comía y bebía raciones de lo mismo.
Los
temas que se trataron en esa Declaración de los Derechos
la mujer y la ciudadana son
desde los anteriormente citados hasta el derecho de la mujer al voto,
a la posesión de propiedades, a la educación, al acceso al trabajo
público y a la política e incluso a formar parte del ejército.
Temas, sin duda, que causaron cierto escozor en la sociedad y para
silenciar argumentaron que al utilizar el término “ciudadanos”
se refería tanto a mujeres como hombres. Se olvidaron de que existía
el término CIUDADANÍA que recoge a ambos géneros. El primer texto
es obvio que ignora a la mitad de la población por el mero hecho de
ser mujeres por lo que se hicieron distinciones, y no pocas, pero no
fue suficiente motivo como para cambiar una palabra por la otra.
Después
de que los escritos salieran a la luz, y mi favorito volviera a la
sombra, Francia vivió diez años de revolución. En el inicio de
esa temporada, en los años 1793 y 1794, el pueblo francés fue
gobernado por Robespierre, quien se encargó de que la sociedad
coronara lo vivido como el período del Terror.
“Los países libres son aquellos en los que son respetados los
derechos del hombre y donde las leyes, por consiguiente, son justas”
palabras del gobernador. Sin embargo, como dice mi abuela “del
dicho al hecho hay un trecho” y Robespierre lo demostró. De hecho
violó cantidad de los derechos naturales de la ciudadanía. El
artículo diez, por ejemplo, defiende que “nadie debe ser
incomodado por sus opiniones, inclusive religiosas, a condición de
que su manifestación no perturbe el orden público establecido por
la ley”, y es que Francia tenía una población de lo más curiosa
en cuanto a religiones: el 95% era católica y hugonetes
protestantes, judíos y musulmanes, siendo este último el que menos
seguidores tenía. ¿Y qué hizo Robespierre? Crear una campaña para
apartar del cristianismo, la religión más poderosa del momento y el
lugar, a toda la población. En mi opinión, deshizo lo poco que se
hizo hasta llegar él, dejándolo todo tambaleándose.
Por
último, y volviendo a la hoja que mi profesora me entregó en la ikastola, cabe destacar que sirvió de gran ayuda en el siglo XX
para los textos de América del Sur y Europa. La influencia de la
Revolución Francesa es obvia en la Convención Europea de los
Derechos Humanos, firmada en Roma a finales del año 1950. Su
objetivo era preservar los derechos humanos de las personas que
formaban parte de los Estados miembro basándose en la mayoría de
los diecisiete artículos. Además, esa revolución se ganó las
mayúsculas de la pizarra gracias a la Declaración de los derechos
del hombre y del ciudadano, con lo que Olympe de Gouges se atrevió a
crear una defensa para nosotras, las mujeres. Por todo ello, puedo
decir que aquel 26 de agosto del año 1789 se redactó uno de los
textos más relevantes de la historia de la humanidad.
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