Fotografía de Yolanda Gibaja
Un lunes me desperté y supe que todo había terminado. Los paseos, las charlas, las tardes de cine, las noches de baile, las cenas improvisadas, las risas. Todo terminó y nadie se enteró por nuestra culpa. O gracias a nosotros, no lo sé. Todavía hoy, lo desconozco.
No recuerdo ninguna foto en la que salgamos juntos. De hecho cuando quedábamos, no tocábamos el móvil y durante algunas horas, dejábamos de estar conectados. Mis amigas no sabían que los domingos él me llevaba al cine, y que los viernes yo le llevaba a bailar. Ni siquiera saben que sé bailar. Sus amigos tampoco supieron que los martes, mientras jugaban al baloncesto, él me mandaba decenas de mensajes contándome lo mucho que me echaba de menos. Yo hacía lo mismo los jueves cuando salía con las compañeras de clase y le enviaba fragmentos de las canciones que me recordaban a él, a mí y a lo nuestro.
Estábamos conectados. Todo el rato. Excepto cuando dormíamos juntos. Aquello era paz, solo paz. Su pecho mi lugar favorito y mis manos su refugio. No necesitábamos sacar una foto y subirla a las redes. Ni tuitear sobre el restaurante al que le llevé para celebrar nuestro primer aniversario. Ni nos dedicábamos frases filosóficas en el tablón de facebook.
Juro que él existe.
Juro que yo existo.
Y juro que lo nuestro existió.
¿Desconexión o conexión?
¿Lo que no se comparte existe?
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