martes, 13 de mayo de 2014

Pellizcos


Todo comenzó un uno de febrero. Caña en la mano izquierda, y cigarro en la derecha. No era la primera vez que le veía, pero sí la primera vez que ella me miró. El mundo se paró en ese instante tal y como ocurre en las repugnantes películas de amor. Aunque no lloviera ni la luna estuviera visible, el ambiente era romántico: la única farola que había cerca parpadeaba y hacía que su rostro pareciera todavía más perfecto. Ojos negros, nariz afilada y labios gorditos. De fondo no se oía ninguna balada, sonaba "Necesito droga y amor" una canción de Extremoduro que esa misma noche se convirtió en algo nuestro:  

"No solo vivo del aire, necesito tu sudor. No solo vivo del aire, necesito tu alegría. No solo vivo del aire y de ponerme noche y día".

Esas fueron mis primeras palabras (cantadas) hacia ella. No le pregunté por su nombre, la besé lentamente. Abrió los ojos y me miró como solo ella sabe hacer. Mis piernas temblaron y mi mandíbula hizo lo mismo, era viernes. 

Después de esa noche hubo muchas más y por primera vez creí haber tocado la felicidad. Música, cerveza, polvos mágicos y ella. No necesitaba más. Me sentía completo porque lo tenía todo. Escuchar mi nombre en su boca era lo más bonito que mis oídos habían escuchado antes. Es más, solo ella tenía el derecho de llamarme como mis padres habían decidido, nadie más. 


Once días después del primer polvo, San Valentín, le regalé un mechero. No es el regalo perfecto pero era un detalle bonito. Los dos fumábamos, los dos utilizábamos mecheros. Práctico sí que era, y además tenía su significado, que a día de hoy me pregunto si ella lo llegó a comprender en algún momento.

Meses más tarde, después de cinco píldoras del "día después" y de tener la espalda jodida por dormir en el cajero de debajo de mi casa su padre me invitó a cenar. Eso sí que era una familia: hablaban sin alzar la voz, se miraban a los ojos e incluso escuché las palabras gracias y por favor. Todas las bombillas del salón funcionaban y en el baño tenían agua caliente. Yo estaba flipando y recordé con nostalgia y rabia lo feliz que era yo cuando vivía con mi padre. Dormí con ella tres días y solo me dejó que le tocara las tetas. Sus padres dormían al lado y se creían que su niña era la pipiola que se enamora del malote. 

Volví con mi madre a pasar frío por las noches. A robar cigarrillos a los argelinos que dormían a mi lado. A ducharme en el gimnasio, a verla solo los viernes. Ella no comprendía que hiciera responsable de mis adicciones a mi madre y a la mala vida que ella me había dado, pero yo realmente no encuentro otra explicación. Bueno, admito que me gusta meterme en el baño y ponerme cuatro o cinco filas pero algún día lo dejaré.

Llegó octubre el mes que más odiaba hasta que la conocí. Paseando agarrado a su cintura mi cuerpo ya no se sentía solo. Quitarme el gorro del abrigo para abrir el paraguas que nos taparía a los dos se convirtió en una sensación de lo más especial. No sentía frío ni soledad. Esto duró unos días, porque el segundo lunes de octubre ella me miró con otros ojos. 

- Yeti tengo algo que contarte -dijo ella-. Escúchame.
- ¿Cómo me has llamado? - le grité-.
- He dicho Yeti -dijo mirando hacia el suelo-. Perdóname.

Fue en ese mismo instante cuando me di cuenta de que ella no me amaba, que me llamara por mi apodo daba explicación a esos ojos que cada vez que los recuerdo me pellizcan el alma. Y que no hubiera recargado el mechero que le regalé era otra señal: la llama nace y se apaga.